La música suena y se filtra. Melodía somnífera, apaciguadora; un tan-tan que produce melancolía. Música para el alma y no solo para el cuerpo. Arropa armónicamente, esfuma lo catastrófico. Todo se torna tan blanco, tan puro… El sol brilla al ras del horizonte: el atardecer se desdibuja lentamente y las sombras crecen. El mundo de las tinieblas se apodera del vasto universo y la música sigue sonando. Todo acaba, menos la melodía avasallante. Algunos la sienten, otros no. Cerrar los ojos o mantenerlos abiertos: no hay diferencia. La música borra los límites y el éxtasis es embriagador. Cuantas cosas que no vemos, cuantos errores cometemos, cuanto dolor causamos… ser uno o ser el otro, vivir el sueño o dormir la vida. Que fracaso de apariencias que somos.
¿Alguien escucha?
Tan-tan, tun-tun, el piano, la flauta, la brisa, el mar…
¿Alguien entiende?
¿Vos, entendes?
Me lanzo como un toro enfurecido a afirmar que somos pocos los que logramos percibir ese susurro que es la vida. Esa melodía suena sin cesar y se inmiscuye incesantemente, una y otra vez. Pero faltan oídos, faltan receptores capaces de entender, de sentir esa brisa perspicaz y ágil. Ausentan almas que se permitan dejarse llevar por los lazos invisibles de la sinfonía y no sólo soltarse amablemente a su merced, sino, permitir que esta los manipule y haga con ellos quien sabe qué. Solo una vez… y todo cambia. Es un respirar hondo y todo sucede. Como un abrir y cerrar de ojos, la diferencia es que esto es trascendental. Una vez que te lleva, no se puede volver. Pero tampoco se quiere.
Descansa en paz el alma y el cuerpo y la vida se vuelve un abanico de oportunidades. Sólo se tiene que seguir la música, encontrarla, aún en lo más hondo y entenderla.
Uno, dos, tres… ¿la escuchaste?
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