Qué oscuras se veían las escaleras esa noche. Ni una gota de luz entraba por la ventana. Entonces era inútil querer cerrar las cortinas, porque la luna había desaparecido. Y la oscuridad colmaba mi paciencia, porque el silencio y la oscuridad… simplemente no iban afín. Y yo estaba sentada, al pie de la escalera, mirando. Mirando la simpleza de los escalones, mirando cómo cada uno se conectaba con el que lo seguía, observando el riesgo y la suerte. Pero luego me perdí, por un instante o más, quizás. Miraba pero no veía. Mis ojos, engañados, veían las estrellas.
Yo no estaba allí.
De pronto veía como mis pies caminaban por cuenta propia, cómo ellos decidían por mí. Mis manos temblaban del frío y del miedo y mi cuerpo descubierto encontraba protección nada más que en la brisa helada del mar. Cada vez más cerca, mis pies se mojaban en la orilla. Esa sensación tan agradable… y de pronto estaba nuevamente sentada al pie de la escalera.
Entonces me di cuenta que siempre fui yo y el vacío, yo y la escalera, yo y la soledad. Pero que ironía. Pensar que yo creía que este mundo sería diferente para mí, que las puertas de la miseria y el olvido se abrirían de par en par y me dejarían pasar sin cuestionarme. Pero no. La vida me fue infiel como a todos los demás.
Que ironía, que ironía… Pensar que yo creía, pensar que yo soñaba, pensar que una vez fui y que ahora ya no soy más. Que irónica que es esta vida, que detrás de una cortina de agua esconde un mundo de colores inalcanzables.
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