Cuántas veces sentimos que la
vida se nos va por entre las manos, que no hacemos lo que realmente queremos,
que la vida nos avasalla con su ritmo exorbitante; nunca hay tiempo para darnos
tiempo a nosotros mismos, ¿cómo encontrarnos en esta habitación tan grande? A
veces pienso que nunca llegaremos a conocernos plenamente, que el misterio más
profundo de nuestro ser jamás será develado. La oscuridad nos pisa los talones,
nos persigue riéndose de nosotros y promete nunca detener su acción roedora. ¿Y
si yo quiero darle luz a todo esto que somos nosotros? ¿Si yo quiero conocerme,
entenderme, y, quizás, amarme? ¿Cómo hago? ¿Podré? ¿Podrá alguno?

Damos ese grito finalmente, con
lágrimas en los ojos, enervados porque ya no entendemos nada y tampoco queremos
hacerlo. Vagamos por la vida ensimismados, con un halo de dejadez, intentando
encontrar nuestro centro, nuestra esencia. Queremos seguir creyendo esa mentira
que siempre creímos: que nos conocíamos a nosotros mismos, que sabíamos quiénes
éramos, que sabemos qué queremos ser.
¿Quién te dijo, pibe, que eso era verdad?
Nadie, nadie nunca te certificó
nada. Seguimos en la misma de antes; en el medio de la nada, sentados al lado
de nosotros mismos sin poder hablarnos, sin siquiera poder mirarnos, pero
llenos de curiosidad, muriéndonos de ganas de voltear la cara y descubrir quién
es ese que está a nuestro lado. Pero, cuando lo hacemos, ¿qué crees que sucede?
Simplemente te das cuenta que ya no hay nadie allí, que volteaste el rostro muy
tarde y estás sólo, en una habitación espejada, con mil ojos que te miran sin
realmente verte. Vos te mirás, pero no te encontrás, ese espejo te engaña
porque no refleja tu rostro, sino aquello que algún día quisieras ser. Mirate,
querido, no te pierdas este show; vos sabés bailar muy bien.